11.10.2010

Cómo halar una oreja para que duela en el corazón

 
(1 Timoteo 5:1-2; Tito 1:12-13; Santiago 5:19-20)

Llamarle la atención a una persona que ha cometido una falta no es una tarea agradable ni para el reprendido ni para el reprensor. Y cuando no se tiene el tacto o la delicadeza para hacerlo de manera adecuada el hecho puede degenerar en discusiones que haga que se pierda de vista el objetivo principal de la corrección, el cual es hacerle caer en la cuenta a la persona dónde fue que falló y animarla para que se decida enmendar.

Cobra valor aquí los consejos que da la Biblia acerca de cómo poder ayudar a aquellos que han incurrido en un mal proceder. Lo primero a tomar en cuenta es que no se trata de agredir al infractor, sino de hacerle ver su falta. El enemigo no es el enfermo, sino la enfermedad. Así es como Dios nos trata, pues ama al pecador aunque odia el pecado de ese pecador. Así es que si cambiamos de actitud y nos disponemos a corregir con amor y no con odio, ya alcanzamos la primera meta.

Lo segundo es librarnos del sentimiento de superioridad que usualmente adopta el corrector, pues es casi inevitable que hable con un tonito fastidioso y asuma gestos del que se da ínfulas de ser don perfecto. El apóstol Pablo dice que debemos corregir considerándonos a nosotros mismos, no sea que pasemos por la misma situación.

Lo tercero es no transigir, no rebajar la gravedad de la falta, si la falla es grave entonces no es un errorcillo, es una falta grave. Al pecado hay que llamarle pecado, aunque suene feo, pero hay que verlo como Dios lo ve.

Dios siempre mostró su amor y misericordia con el que pecó, pero jamás le disimuló su error o le hizo una rebaja en sus demandas. Lo cuarto es que debemos corregir a los ancianos o autoridades como si lo hiciéramos a nuestro propio padre o madre, con respeto, sin groserías o malas maneras, ni siquiera hay que reprenderlos, sino exhortarlos. A los jóvenes debemos tratarlos como a hermanos. Y a las jovencitas como a hermanas, con toda pureza. Si se trata de chicos muy jóvenes o personas bajo nuestra autoridad, hay que reprenderles como si fueran nuestros hijos. Y lo quinto y último es que seamos firmes.

Firmeza no es altanería, es sólo aclarar que nuestra posición no cambiará más tarde cuando tengamos otro estado de ánimo. ¡Animémonos a ganar al infractor, no a perderlo! Pero corrijámoslo sabiamente, para que le duela el corazón y no la cabeza.

Tomado de:
“Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
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